Jueves y viernes participé en un taller de diseño de la política digital de la DIBAM que reunió a todo su equipo directivo durante dos días en Santiago. Se dieron debates muy estimulantes en torno a cómo las tecnologías de información y comunicación generan nuevos escenarios para las personas e instituciones que estamos vinculados al patrimonio cultural. Y, en especial, para quienes entendemos que éste sólo tiene sentido en la medida que es apropiado por las personas en el permanente proceso de construcción de identidades y memorias individuales y colectivas.
La discusión me ayudó a avanzar en algunas reflexiones que ya había iniciado hace un tiempo a raíz de la experiencia de BiblioRedes con los contenidos locales digitales publicados por los usuarios de las bibliotecas públicas.
Como ocurre en muchos otros campos, las tecnologías de información y comunicación permiten –y obligan- a poner al usuario en el centro de la gestión del patrimonio cultural digital. Pero debemos tener la suficiente cautela para no anclarnos en una definición de patrimonio cultural digital como la de la UNESCO, que si bien rescata elementos novedosos, es en sus líneas generales, una traducción de las definiciones del mundo analógico. Su aproximación al objeto patrimonial digital es -en su espíritu- muy similar a la del objeto patrimonial.
Poner hoy en el centro al usuario significa, ante todo, reconocer que es en muchos casos un usuario en red. Lo que permite pensar que ya no sólo debamos preocuparnos de asegurar el acceso a objetos digitales con valor patrimonial (y que están dotados de sentido para una comunidad y una sociedad en un momento dado), sino también debamos entender cómo se están construyendo hoy esos “objetos” que pueden llegar a tener un valor patrimonial para las futuras generaciones.
Parece necesario asumir, entonces, que requerimos agregar al concepto de objeto digital patrimonial, el de red digital patrimonial, o cómo ciertas memorias tienen su valor patrimonial no en sus partes separadas, sino en las lógicas de relación, comunicación y construcción colectiva. Su valor futuro no está en las partes, sino en cómo las partes se entrecruzan.
Un ejemplo es “la revolución de los pingüinos” y cómo usaron la tecnología para poner en jaque a la educación chilena durante el año 2006. Desde el punto de vista patrimonial, en este caso la historia de la educación chilena a principios del siglo XXI y el impacto de ésta en nuestra sociedad, ninguno de los fotologs, blogs y otros medios utilizados tiene más valor que la lógica de organización que se dio entre ellos al hipervincularse en Internet.
Se podrá argumentar que esa lógica de relación es tan antigua como la humanidad. Ciertamente, cuando uno observa un jarro pato y es conocedor de la historia y cultura diaguita, es posible pensar en un conjunto de relaciones del pueblo diaguita con ese objeto. Y si bien esas relaciones son parte del patrimonio que ha trascendido hasta nuestra época (cuando efectivamente han llegado hasta la actualidad), el valor patrimonial no reside en la relación en sí misma, sino como parte de un conocimiento cultural más amplio y genérico sobre el mundo y la cosmovisión diaguita.
La diferencia en el caso de las redes digitales reside en que no son los nodos necesariamente quienes aportan el mayor valor patrimonial, sino que éste lo debemos buscar en la conexión entre los nodos. Dime a quién o a qué te vinculas, y te diré quien eres. Una máxima que no es exclusiva de las redes digitales, pero que en éstas se hace explicita, se convierte en un elemento activo que permite saltar de un contenido a otro, de una idea a otra, pudiendo ese salto decir más de nosotros que los textos desde los cuales se salta o hacia los que se conecta (hace un tiempo atrás llegué a esta idea por otro camino, el del hipersignificado).
Las redes digitales patrimoniales comparten elementos con la definición del patrimonio cultural inmaterial, en tanto los ámbitos en los que este tipo de patrimonio se da tienen su sustento en complejas relaciones entre los colectivos y sus expresiones culturales. El idioma, quizá el mayor patrimonio inmaterial de todo pueblo, se construye sobre un permanente “diálogo” entre quienes lo usan como vehículo de comunicación, revisando en forma continua sus reglas y convenciones, sus usos y significados posibles. Pero ese “diálogo”, esas complejas relaciones que están recreando de manera fluida la lengua de un colectivo, no son siempre explicitas. Lo que si ocurre con las redes digitales patrimoniales.
Más aún: se busca esa interconexión de manera compulsiva, quizá por una cierta y vaga conciencia de que en el hipervínculo está la posibilidad de trascender, de constituirse en memoria futura del presente.
La discusión me ayudó a avanzar en algunas reflexiones que ya había iniciado hace un tiempo a raíz de la experiencia de BiblioRedes con los contenidos locales digitales publicados por los usuarios de las bibliotecas públicas.
Como ocurre en muchos otros campos, las tecnologías de información y comunicación permiten –y obligan- a poner al usuario en el centro de la gestión del patrimonio cultural digital. Pero debemos tener la suficiente cautela para no anclarnos en una definición de patrimonio cultural digital como la de la UNESCO, que si bien rescata elementos novedosos, es en sus líneas generales, una traducción de las definiciones del mundo analógico. Su aproximación al objeto patrimonial digital es -en su espíritu- muy similar a la del objeto patrimonial.
Poner hoy en el centro al usuario significa, ante todo, reconocer que es en muchos casos un usuario en red. Lo que permite pensar que ya no sólo debamos preocuparnos de asegurar el acceso a objetos digitales con valor patrimonial (y que están dotados de sentido para una comunidad y una sociedad en un momento dado), sino también debamos entender cómo se están construyendo hoy esos “objetos” que pueden llegar a tener un valor patrimonial para las futuras generaciones.
Parece necesario asumir, entonces, que requerimos agregar al concepto de objeto digital patrimonial, el de red digital patrimonial, o cómo ciertas memorias tienen su valor patrimonial no en sus partes separadas, sino en las lógicas de relación, comunicación y construcción colectiva. Su valor futuro no está en las partes, sino en cómo las partes se entrecruzan.
Un ejemplo es “la revolución de los pingüinos” y cómo usaron la tecnología para poner en jaque a la educación chilena durante el año 2006. Desde el punto de vista patrimonial, en este caso la historia de la educación chilena a principios del siglo XXI y el impacto de ésta en nuestra sociedad, ninguno de los fotologs, blogs y otros medios utilizados tiene más valor que la lógica de organización que se dio entre ellos al hipervincularse en Internet.
Se podrá argumentar que esa lógica de relación es tan antigua como la humanidad. Ciertamente, cuando uno observa un jarro pato y es conocedor de la historia y cultura diaguita, es posible pensar en un conjunto de relaciones del pueblo diaguita con ese objeto. Y si bien esas relaciones son parte del patrimonio que ha trascendido hasta nuestra época (cuando efectivamente han llegado hasta la actualidad), el valor patrimonial no reside en la relación en sí misma, sino como parte de un conocimiento cultural más amplio y genérico sobre el mundo y la cosmovisión diaguita.
La diferencia en el caso de las redes digitales reside en que no son los nodos necesariamente quienes aportan el mayor valor patrimonial, sino que éste lo debemos buscar en la conexión entre los nodos. Dime a quién o a qué te vinculas, y te diré quien eres. Una máxima que no es exclusiva de las redes digitales, pero que en éstas se hace explicita, se convierte en un elemento activo que permite saltar de un contenido a otro, de una idea a otra, pudiendo ese salto decir más de nosotros que los textos desde los cuales se salta o hacia los que se conecta (hace un tiempo atrás llegué a esta idea por otro camino, el del hipersignificado).
Las redes digitales patrimoniales comparten elementos con la definición del patrimonio cultural inmaterial, en tanto los ámbitos en los que este tipo de patrimonio se da tienen su sustento en complejas relaciones entre los colectivos y sus expresiones culturales. El idioma, quizá el mayor patrimonio inmaterial de todo pueblo, se construye sobre un permanente “diálogo” entre quienes lo usan como vehículo de comunicación, revisando en forma continua sus reglas y convenciones, sus usos y significados posibles. Pero ese “diálogo”, esas complejas relaciones que están recreando de manera fluida la lengua de un colectivo, no son siempre explicitas. Lo que si ocurre con las redes digitales patrimoniales.
Más aún: se busca esa interconexión de manera compulsiva, quizá por una cierta y vaga conciencia de que en el hipervínculo está la posibilidad de trascender, de constituirse en memoria futura del presente.
Pero como hipervínculos, en estas redes digitales patrimoniales finalmente pervivirán los links que se actualicen. Los hipervínculos rotos seguirán existiendo, pero como elementos carentes de sentido y significado, mientras que las identidades se fundarán en los vínculos actualizados. Las redes digitales patrimoniales serán una memoria en presente permanente. Jose Luis Brea, utilizando una metáfora informática, describió hace poco este fenómeno como “el devenir RAM de nuestra cultura”: la cultura ya no tanto como una herramienta de almacenamiento e inventario simbólico de identidades, sino como “dinámica, proceso y arquitectura relacional, herramienta de interacción y principio de la acción comunicativa”.
Así, y ahora ya, toda la forma contemporánea de la cultura se asemeja a un dispositivo RAM. A una memoria de proceso: y su función no es más asegurar la recuperabilidad del pasado sino únicamente tensar la conectividad e interacción de los sistemas en el presente, para producir por su medio la intelección recíproca- y por su efectividad la invención heurística del futuro.
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