24 de abril de 2011

Las dos mentiras de la publicidad

Entrada publicada el jueves 21 de abril en elquintopoder.cl

La publicidad juega con el engaño. Eso lo sabemos todos. Te vende mundos ideales. Te hace creer que por tomar una bebida, o usar un perfume, o conducir un vehículo, o ponerte unas zapatillas de cierta marca, tu vida cambiará, serás otra persona, más feliz, realizada. Tú te comes el helado y, de paso, te comes el mundo.

Sí, toda una mentira. Que aceptamos, porque sabemos que nos están mintiendo pero que –aparentemente- no le hace mal a nadie y porque el mundo –sabemos también- no se cambia a golpes de tarjetas de crédito y consumismo. Pero la aceptamos. Finalmente, a todos –o casi todos- nos gustan las burbujas de esa bebida, la esencia de ese perfume, la falsa libertad que nos da ese vehículo y lo atlético que nos hacen ver esas zapatillas. Es el juego. Y lo jugamos.

No. No quiero caer en discursos antisistémicos, ni acusar a la publicidad de todos los males de la tierra, ni levantar argumentos desde la moral. No. Me gusta la buena publicidad e incluso cuando sé que normalmente me están mintiendo, disfruto la creatividad de un mensaje comercial original, sorprendente, cautivador.

El problema lo tengo cuando la publicidad pretende, además de mentirme, presentar como  modelo situaciones que son expresión de la violencia de una sociedad profundamente desigual, santificando patrones de conducta que son éticamente reprobables. Esa publicidad que recurre a discursos emocionales para desarmar nuestra mirada crítica sobre la realidad.

Lo sé. La publicidad no quiere salvar el mundo, aunque a veces mentirosamente lo afirme. Pero cuando un banco te ofrece un crédito de consumo para pagar por la educación de tu hija de cuatro años, en un país donde la calidad de la educación –incluso de la mayor parte de los colegios particulares- está profundamente cuestionada y los niveles de desigualdad son una aberración, donde el derecho a la educación se transa –siempre a la baja- en el mercado, la publicidad parece sobrepasar esa tenue línea que separa la mentira que todos sabemos que es mentira y la otra mentira, esa que algunos –unos pocos- quieren que creamos que es verdad.