28 de septiembre de 2010

[3 años] ¿Realmente necesitamos la clasificación en Internet?

Como comentaba un par de entrada atrás, mi blog cumplió tres años el 19 de septiembre. A modo de celebración, y de regalo para todos quienes conversan acá, invité a un grupo de amigas y amigos, en cuyos blogs yo converso, que compartieran una cadaunada. Esta es la primera. Su autora es Verónica Juárez, una inquieta bibliotecaria mexicana que no para de hacerse preguntas en su blog y que, además, es una sutil fotógrafa que a través de sus imágenes me ha permitido conocer México más allá de la postal (como en este caso). La foto de esta entrada es, por cierto, de su autoría. ¡Gracias Verónica por aceptar la invitación!


Vía el Twitter de la ALA llegué a The Internet needs a Dewey Decimal System (Internet necesita el Sistema de Clasificación Decimal Dewey), publicado en PC World y donde su autor, Phil Shapiro, da una serie de argumentos por los que Internet, como la conocemos hoy día, necesita estar clasificado bajo el sistema Dewey. 

El principal argumento que nos da Shapiro es el tiempo que uno puede pasar navegando en la red en busca de algún dato de interés -en su caso encontrar un tipo muy específico de memoria flash-, tiempo que según el mismo autor se hubiera ahorrado si la información en Internet estuviera clasificada bajo el sistema Dewey.

El Sistema de Clasificación Decimal Dewey fue creado en 1876 por Melvil Dewey para dar respuesta a las necesidades de la biblioteca del Amherst College, donde él era bibliotecario. Dicho sistema permitió organizar los libros tomando en cuenta la relación existente entre las distintas materias; además, al ser un sistema decimal permitía hacer tantas subdivisiones como se fueran necesitando. No podemos negar la utilidad del sistema creado por Melvil Dewey hace más de 100 años, tan es así que muchas bibliotecas lo siguen utilizando, especialmente las bibliotecas públicas, como es el caso del sistema de bibliotecas públicas en México. Sin embargo, las preguntas que surgen aquí son: ¿realmente la información en internet fluiría mejor con un sistema de clasificación? ¿Es posible hoy en día organizar una web colaborativa con sistemas de clasificación pensados para bibliotecas? Y, de ser así, ¿éstos respondían a las necesidades de Internet? Francamente, lo dudo.

Al bibliotecario siempre se le ha acusado de utilizar esquemas sólo comprensibles para ellos mismos -llámese Dewey, LC o el nombre que le quieran poner- y, aunque no niego la utilidad que han representado los sistemas de clasificación, me atrevo a darles la razón: en un afán de orden nos alejamos de la simplicidad y la sencillez con la que se supone el usuario espera llegar a la información que le ofrece la biblioteca, de hecho, es una preocupación que anteriormente había planteado en ¿A quiénes sirven los sistemas de clasificación? Estoy a favor de que en las escuelas de bibliotecología o biblioteconomía los estudiantes conozcan los sistemas de clasificación y entiendan la importancia de los mismos, pero ya no como una manera de llegar a las bibliotecas -y mucho menos a Internet- a imponerlos, sino de saber adaptarlos a las necesidades de los usuarios de forma comprensible para estos. 

Un sistema de clasificación ideal sería aquel que permitiera al bibliotecario la organización perfecta y al usuario la localización del material sin ninguna traba; me temo que mucho hemos fallado en el segundo punto. Entonces surge aquí otra interrogante: si los bibliotecarios nos diéramos a la titánica tarea que representa clasificar la información en Internet, ¿lograríamos facilitar el acceso a los usuarios? Si no lo hemos logrado con la clasificación tradicional en las bibliotecas, da para reflexionarlo con más detenimiento a la hora de llevarlo a Internet.

No debemos olvidar que el gran éxito de Internet no es sólo la cantidad de información almacenada, sino también que actualmente es colaborativa, es decir, todos participamos comentando, escribiendo y también etiquetando, lo cual permite una organización más cercana al usuario, con etiquetas que éste comprende y maneja; es cierto que en el camino, mucha de esta información ha quedado perdida por el mal uso de una etiqueta o la falta de la misma; sin embargo, no perdamos de vista que ahora es el usuario quien define qué va en dónde y se facilita a sí mismo el acceso a todo este mundo de información. ¿Para qué venir entonces a querer organizar con esquemas que no son propios de internet, no cumplen las expectativas y, lo que es más importante, cuando el usuario ya ha encontrado la manera de hacerlo?

Repito una vez más que no niego la importancia que la clasificación ha significado para la organización bibliotecaria, pero debemos entender que vivimos un momento distinto en cual todos participamos en la creación y organización de contenidos, por lo mismo, ya no es posible en pensarlo como una tarea exclusiva del bibliotecario/a. La principal preocupación de Shapiro en torno a la localización de información -o productos- tan específica en Internet no se resolverá aplicar el Sistema de Clasificación Dewey o cualquier otro que se maneje en bibliotecas, sino con la Web Semántica a la cual nos vamos acercando más, o mejor dicho, intentamos hacerlo, y en la cual debemos seguir trabajando.

Así que antes de pensar en la organización cerrada que tanto nos gusta, quizá debamos entender que ante Internet nuestro papel ya no es el de controlar, sino el de ser alfabetizar al usuario para así permitirle no solo el conocer, comprender, utilizar y explotar todas estas herramientas al máximo, sino también esté consciente de la importancia de organizar correctamente y con sus propios esquemas la información, lo cual redundará en un acercamiento certero a la misma. Se nos presenta pues, una oportunidad histórica para acercar de forma más gentil al usuario con la información que él mismo crea.

Ya para finalizar, agradezco a Enzo la invitación a participar con un post para Cadaunadas, todo un honor formar parte de los festejos de un blog que en lo personal, no sólo disfruto, sino que siempre me deja con una reflexión, como se dice en México "me deja girando la piedra." ¡Felicidades por estos 3 años y que vengan muchos más!

26 de septiembre de 2010

Los nuevos bárbaros

En enero pasado leí Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, del italiano Alessandro Baricco. Un ensayo impactante, por su capacidad de atisbar un nuevo mundo. Ahora Baricco nos entrega esta secuela, publicada este mes por la versión italiana de la revista Wired. Con la colaboración de una traduttrice, que ha deseado permanecer en el anonimato, comparto esta versión en castellano. El original tiene sus derechos reservados pero Baricco, un bárbaro como yo, sabrá perdonarme (y eventualmente defender ante algunos vetustos intereses corporativos). Disfruten.
-----------------

Alessandro Baricco, 52 años. En el 2006 escribió Los bárbaros. Para Wired ha escrito un secuela de aquel ensayo.

Crean o no, este artículo lo escribí en Julio del 2026, es decir, dentro de dieciseis años. Digamos que me adelanté un poco con el trabajo. ¡Tómenselo así!

He aquí el artículo.

A veces se escriben libros que son como duelos: una vez que acabó el tiroteo miras para ver quien quedó en pie. Y si no eres tú, has perdido. Hace veinte años, cuando escribí Los bárbaros, miré a mi alrededor y estaban todos allí, en pie. Tenía todo el aspecto de una derrota, pero la cosa no me cuadraba. Entonces me senté y esperé. El juego consistía en verlos caer uno a uno, tardíos pero secos. Se necesita solamente paciencia. Algunas veces agonizan muy elegantemente. Algunos se desmoronan de un solo golpe. No la tomaría como una victoria, es probable que caigan por extenuación y no por mis proyéctiles: pero ciertamente, como consolación parcial, diría que no había apuntado mal.

El último que vi caer, con gran lentitud y dignidad, después de haber vacilado por largo tiempo, me emocionó, porque lo conocía bien. Creo que en el pasado trabajé para él (con pistolas cargadas de palabras, como siempre). Más que uno, es una: la profundidad. El concepto de profundidad, la práctica de la profundidad, la pasión por la profundidad. Quizás alguno los recuerda. En los tiempos de Los bárbaros, eran todavía animales que estaban en buena forma. Los alimentaba el obstinado convencimiento que el sentido de las cosas fuese colocado en una celda secreta, al amparo de las evidencias más fáciles, conservado en el congelador de una remota oscuridad, accesible solo a la paciencia, al cansancio y la obstinada investigación. Las cosas eran árboles – se sondeaban las raíces. Se remontaba el tiempo, se excavaba en los significados, se dejaban sedimentar los indicios. Hasta en los sentimientos se aspiraba a aquellos profundos, y la misma belleza se la quería profunda, como los libros, los gestos, los traumas, los recuerdos y a veces las miradas. Era un viaje y su meta se llamaba profundidad. La recompensa era el sentido, que también se llamaba último sentido, y nos concedía la redondez de una frase a la cual, años atrás creo haber sacrificado una enorme cantidad de tiempo y luz: el sentido último y profundo de las cosas.

No sé exactamente cuando, pero llegado a un cierto punto, este modo de ver las cosas, empezó a  parecernos no apto. No falso: sino no apto. El hecho es que el sentido que se nos entregó de la profundidad se revelaba a menudo inútil, y a veces inclusive dañoso. Así como en una especie de tímido preludio, nos ocurrió poner en duda si realmente existía un “sentido último  y profundo de las cosas”. De forma provisoria, nos orientamos por definiciones suaves que parecían reflejar mejor la realidad de los hechos. Por ejemplo, que el sentido en una definición fuese un ir y venir que nunca se puede fijar, nos pareció un buen compromiso. Pero hoy, creo que se puede simplemente decir que no nos atrevíamos lo suficiente, y que el error no era tanto creer en el último sentido, sino relegarlo en profundidad. Aquello que buscábamos existía, pero no donde pensábamos. No estaba allí por una razón desconcertante. La mutación que ha sucedido en  los últimos treinta años nos tiró en cara y emanando uno de sus veredictos más fascinantes y dolorosos: la profundidad no existe, es una ilusión óptica. Es la infantil traducción en términos espaciales y morales de un deseo legítimo: colocar lo más precioso que tenemos (el sentido) en un lugar estable, al resguardo de contingencias, accesible sólo a miradas seleccionadas, alcanzable solo a través de un camino selectivo. Así nacen los tesoros. Pero escondiéndolo creamos un El Dorado del espíritu, la profundidad, que en realidad parece que nunca hubiera existido y que a la larga será recordado como una de las útiles mentiras que los humanos se contaron.  Un poco chocante, no es santo.

De hecho, uno de los traumas a los que la mutación nos ha sometido es precisamente el encontrarnos viviendo un mundo privado de la dimensión a la cual estábamos acostumbrados, aquella de la profundidad. Recuerdo que en un primer momento, las mentes más precavidas habían interpretado esta curiosa condición como un síntoma de decadencia: registraban, sin culpa, la desaparición imprevista de una buena mitad del mundo que conocían: sobre todo, aquella que realmente contaba, que contenía el tesoro. De aquí la inclinación instintiva a interpretar los eventos con términos apocalípticos: la invasión de una horda barbárica que al no disponer del concepto de profundidad estaba (re)disponiendo el mundo en una única y residual dimensión de la que era capaz, la superficialidad. Con la consecuente y desastrosa dispersión de sentido, de belleza, de significados – de vida. No era una forma idiota de leer las cosas, pero ahora sabemos con una cierta exactitud que era una forma miope: cambiaba la abolición de la profundidad por la abolición del sentido. Pero en realidad lo que estaba ocurriendo, entre miles de dificultades e incertidumbres, era que abolía la profundidad, el sentido se estaba trasladando a vivir la superficie de las evidencias de las cosas. No desaparecía, se movía. La reinvención de la superficialidad como lugar del sentido es una de las empresas que hemos cumplido: un trabajito de artesanía espiritual que pasará a la historia.

Sobre el papel (en teoría) los riesgos eran enormes. Pero es necesario recordar que la superficie es el lugar de la estupidez sólo para quien cree en la profundidad como lugar del sentido. Después que los bárbaros (es decir nosotros) desenmascararon esta creencia, conectar automáticamente superficie e insignificancia se ha vuelto un reflejo mecánico que traiciona un cierto tipo de imbecilidad. Donde muchos veían una rendición ante la superficialidad, otros muchos intuyeron un escenario bien distinto: el tesoro del sentido que era relegado en una cripta secreta y reservada, ahora se distribuía sobre la superficie del mundo, donde la posibilidad de recomponerlo no coincidía con una bajada ascética (de la teología ascética) al subsuelo, manejada por una elite de sacerdotes, sino de una habilidad colectiva en registrar y conectar tejidos de la realidad. Después de todo, no suena tan mal. Sobre todo parece más idóneo a nuestras habilidades y a nuestros deseos. Para las personas incapaces de estar quietas y concentrarse, pero que a cambio son veloces en su movimiento y en conectar fragmentos, el campo abierto de la superficie parece la sede ideal donde jugarse el partido de la vida: ¿por qué deberíamos jugárnoslo y perderlo en aquellas galerías del subsuelo que se obstinaban a enseñarnos en el colegio?

Así no parece que hemos renunciado a un sentido noble y alto de las cosas: sino hemos comenzado a perseguirlo con una técnica distinta, es decir, moviéndonos en la superficie del mundo con una velocidad y un talento que los humanos nunca antes habían conocido. Nos hemos orientado a formar figuras de sentido, poniendo en la constelación puntos de la realidad a través de los cuales pasamos con inédita agilidad y ligereza. La imagen del mundo que los medios nos devuelven, la geografía de ideales que la política nos propone, la idea que el mundo digital nos pone a disposición no tienen sombra de profundidad: son colecciones de evidencias sutiles, hasta frágiles, que nosotros organizamos en figuras de una cierta potencia. Las usamos para entender el mundo. Perdemos capacidad de concentración, no somos capaces de llevar a cabo un gesto a la vez, elegimos siempre la velocidad en perjuicio de la profundización. El cruce de estos defectos genera una técnica de la percepción de la realidad que busca de forma sistemática la simultaneidad y superposición de los estímulos: es aquello que nosotros llamamos experimentar. En los libros, en la música, en aquello que llamamos bello mirándolo o escuchándolo, reconocemos siempre con más asiduidad la habilidad de pronunciar la emoción del mundo simplemente iluminándola y  no llevándola a la luz: es la estética que nos gusta cultivar, aquella en la que cualquier límite entre arte y arte bajo está desapareciendo, al no existir más un bajo y un alto, sino sólo luz y oscuridad, miradas y ceguera. Viajamos velozmente y parándonos poco, escuchamos fragmentos y nunca todo, escribimos en los teléfonos, no nos casamos para siempre, vemos el cine, sin entrar en la sala de cine, escuchamos lecturas en la red en lugar de leer los libros, hacemos lentas colas para comer fast food, y todo este ir y venir sin raíces y sin peso genera a pesar de todo una vida que nos debe parecer extremadamente sensata si con tanta urgencia y pasión  nos preocupamos como nunca antes había ocurrido en la historia del género humano, de salvar el planeta, de cultivar la paz, de preservar los monumentos, de conservar la memoria, de alargar la vida, de tutelar a los más débiles,  y de defender el Lardo di Collonata (*). En tiempos que nos agrada imaginar civiles, quemaban las bibliotecas o las brujas, usaban el Partenón como depósito de explosivos, aplastaban vidas como moscas en la locura de las guerras y barrían pueblos enteros para hacerse un poco de espacio. Eran a menudo personas que  adoraban la profundidad.

La superficie es todo, y en ella está escrito el sentido. Mejor dicho: en ella somos capaces de trazar un sentido. Y desde que hemos madurado esta habilidad, es casi con un cierta dificultad que  sufrimos los inevitables sobresaltos del mito de la profundidad: mas allá de cualquier medida razonable soportamos las ideologías, los integralismos, cualquier arte demasiado alto y serio, cualquiera descarada pronunciación de absoluto. Probablemente no tenemos razón, pero son cosas que recordamos saldadas en profundidad con razones y sacerdocios indiscutibles, pero que ahora sabemos que están fundadas en la nada, y estamos todavía ofendidos – quizás asustados. Por este motivo hoy suena kitsch cualquier simulación de profundidad y en el fondo sutilmente barata cualquier concesión a la nostalgia. La profundidad parece haberse transformado en una mercancía de desecho para los ancianos, los menos precavidos y los más pobres.

Veinte años atrás, habría tenido miedo de escribir frases de este tipo. Me era perfectamente claro que estábamos jugando con fuego. Sabía que los riesgos eran enormes y que en una mutación semejante nos jugábamos un inmenso patrimonio. Escribí Los bárbaros, pero mientras tanto sabía que el desenmascarar la profundidad podía generar el dominio de lo insignificante. Y sabía que la reinvención de la superficialidad generaba a menudo el efecto no deseado de desaduanar por un malentendido la estupidez pura o la rídicula simulación de un pensamiento profundo. Pero al final, lo que sucedió fue solamente el fruto de nuestra elección, del talento, de la velocidad de nuestras inteligencias. La mutación ha generado comportamientos, cristalizado contraseñas, redistribuido los privilegios: ahora sé que en todo ello sobrevivió la promesa del sentido, que a su forma el mito de la profundidad  transmitía. Seguramente que entre aquellos que fueron más listos para entender y gestionar la mutación, hay muchos que no conocen esa promesa, ni son capaces de imaginarla y tampoco están interesados en transmitirla. De ellos estamos recibiendo un mundo brillante sin futuro. Pero como siempre ha sucedido, también la cultura de la promesa obstinada y talentosa ha sido capaz de usurpar el desinterés de muchos, la desviación de la esperanza, de la confianza, de la ambición. No creo que sea un necio optimismo registrar el hecho que hoy, en el 2026, una cultura de este género existe, parece más que sólida y a menudo presidia las cabinas de comando de la mutación. De estos bárbaros estamos recibiendo una paginación del mundo adaptada a los ojos que tenemos, un diseño mental apropiado a nuestros cerebros, y un impresión de la esperanza a la altura de nuestros corazones, tanto por decirlo de una forma. Se mueven en bandadas, guiados de un revolucionario instinto hacia creaciones colectivas y sobrepersonales, y por esto me recuerdan las multitudes sin nombre de los copistas medievales: en su extraño modo, están copiando la gran biblioteca en la lengua que es nuestra. Es un trabajo delicado y destinado a coleccionar errores. Pero es el único modo que conocemos para entregar en herencia a quien vendrá,  no sólo el pasado, sino también el futuro.

(*) Nota de la traductora: especie de tocino de una parte de Italia. La mención alude a las denominaciones de origen.

19 de septiembre de 2010

Tres

Foto: #3, de ernestokoe, con licencia CC:BY-NC

Y fue así como Cadaunadas llegó a su tercer aniversario, en un año de cambios y nuevas rutas, de menos conversación de la que hubiera querido. Pronto más novedades.

¡Gracias a todas y todos!

13 de septiembre de 2010

Curadores digitales 7x24 y la "otra biblioteca"

La historia de las bibliotecas puede leerse en varios registros simultáneos. Uno de ellos es un relato de pertinencia, en el que las bibliotecas han sido históricamente depositarias de información esencial para las comunidades en las que se insertan, para la construcción y proyección de su capital social. 

Lo fueron las más antiguas, las de Mesopotamia, con sus tablillas de arcilla con escritura cuneiforme, en las que se dejaba constancia de los acuerdos entre las personas de la comunidad. O nuestra Biblioteca Nacional, creada en 1813, para que los habitantes de la naciente república pudieran ser más sabios. O los centros de información que hoy intentan dar respuesta a usuarios hiperconectados. 

Una hebra de pertinencia atraviesa la historia de las bibliotecas. Pero ese es un relato en permanente tensión. Tal como describió Borges en la Biblioteca de Babel, esa infinita/finita biblioteca, la pretensión de reunir todo el saber de la Humanidad en un espacio ha acompañado a esta historia. Un saber construido como espejo de un mundo cuyo volumen de información parecía abordable, o en todo caso, podía extraerse lo esencial y reunirlo en una sola obra. Quizá fuera sólo una ilusión, pero desde el siglo XVIII nos la vendieron como algo real.

Pero la historia de la biblioteca, más bien la pretensión sistematizadora que esa biblioteca tenía, es pasado desde la masificación del acceso a las tecnologías de información y comunicación. ¿Es posible siquiera pensar en esa biblioteca cuando en un solo año (2006) la información creada, capturada o replicada en formato digital es 3 millones de veces mayor que toda la contenida en los libros escritos hasta entonces?

No. Y no solamente no lo es, sino que esa explosión de información hace surgir nuevos problemas en el entorno de información, entre otros su almacenamiento, conservación, búsqueda/recuperación y la selección. A su vez, el problema de la selección -que es el que me interesa en esta entrada- abre preguntas, entre otras, sobre lo que algunos denominan la “infoxicación”, esa situación  en la que tienes más información de la que puede procesar; sobre cómo se define la calidad y confianza de la información; o la economía de la atención en una relación dominada por Google y los milisegundos que le toma entregarnos millones de resultados para cualquiera de nuestras búsquedas.

Como hace pocos días dijeran Juan Freire y Antoni Gutiérrez-Rubí, hay 3 escenarios en el futuro de la selección de la información. Uno caótico y pesimista, donde la abundancia de información y la ausencia de las autoridades tradicionales  conducen a una crisis. Otro basado en nuevas formas de control, en el que unas pocas organizaciones (proveedores de acceso a Internet, instituciones generadoras de contenidos, etc.) impongan sus criterios. Y uno tercero, “un futuro de abundancia y libertad”, en el que todos los que estamos conectados a Internet (personas y organizaciones) y poseemos la formación tecnológica e intelectual adecuada, colaboramos en un proceso continuo de filtrado y extracción de conocimiento útil.

En este último escenario, que es en el cual me sitúo, el rol de cada uno de nosotros como curadores digitales adquiere una nueva dimensión. 

Pero, ¿qué es un curador digital? Un usuario “experto” de las redes, que selecciona de manera desinteresada contenidos digitales sobre un tema que  están disponibles en Internet y comparte su selección. 

“Experto” entre comillas porque son personas que no necesariamente tienen en sus paredes títulos universitarios que los acrediten formalmente para ejercer esa curaduría en ese tema, pero cuya experiencia y “entrenamiento en la selección” les otorga un alto grado de eficiencia en el proceso.

Sin duda, en un mundo “infoxicado” y en el que la información pierde todo su valor (porque deja deja de ser un bien escaso), podemos coincidir con quienes afirman que el futuro de los contenidos digitales está en los curadores digitales. Como escribió Pablo Mancini,  
La curaduría de contenidos digitales se ha vuelto una práctica extendida que adopta niveles participativos variados, pero subyace en todas las actividades en la red. Es la forma de respirar online. A mayor abundancia informativa, mayor necesidad de selección.
Esa práctica, la de seleccionar, etiquetar, valorar y compartir contenidos, está presente en casi todos los tipos de usuarios que hay en Internet. Y se ejecuta de maneras muy diversas, ya sea colaborando con la selección de contenidos de Internet para un medio digital; creando repositorios personales de recursos web que pueden ser compartidos con otras personas; participando en una conversación a través de una etiqueta en Twitter; o respondiendo preguntas a necesidades de información que aparecen en los muros de nuestros contactos en Facebook. 

Es cada vez más normal, entre quienes estamos conectados con mayor intensidad, que antes de leer la prensa en las mañanas, revisemos nuestras cuentas en alguna red social, y desde éstas obtengamos una primera selección de contenidos, realizada por personas que al haberlas integrado a nuestras redes, explícitamente afirmamos que tenemos algún grado de confianza o interés en lo que dicen y, por extensión, en los recursos que recomiendan. 

Mis redes son “mi biblioteca” y quienes en ellas están “seleccionan contenidos para mí” en forma permanente, 7 día a la semana, 24 horas al día.

¿Cuál es, entonces, la “otra biblioteca”? La tradicional. Esa que históricamente hemos entendido como biblioteca. La que espera que los usuarios lleguen a ella, en vez de ir hacia donde los usuarios están y donde se encuentran resolviendo sus necesidades de información, para bien o para mal. La “otra biblioteca” no es la que las personas construyen en espacios alternativos, ya que esa es y siempre será la principal, es la que la está conectada con esa hebra de pertinencia y sentido que está en la base de la relación de las personas con sus comunidades.

¿Cómo integrará esa “otra biblioteca” a esos “curadores” digitales 7x24 al corazón de su labor? ¿Un catálogo abierto, que se enriquezca con el filtro de sus usuarios? ¿O un fondo patrimonial digital construido colaborativamente?

¿Cuál es la importancia que esta “otra biblioteca” le entrega a la alfabetización informacional, promoviendo que las personas tengan mayores competencias para relacionarse con la información?

¿Asumirá esta “otra biblioteca” que las redes sociales son espacios informacionales en el que debe colaborar y cooperar –de igual a igual- con su comunidad de usuarios? ¿Y qué responde ante la pregunta fundamental, dónde encuentra hoy esa comunidad la información pertinente?

Hace décadas que esa “otra biblioteca” asumió que las necesidades del usuario son siempre su objetivo principal. Es hora de abrirse a sus capacidades como medio fundamental para la construcción de las respuestas. Como dice Pierre Levy, todos estamos convirtiéndonos en bibliotecarios, ya que al poner una etiqueta organizamos la memoria común. Y esa es una memoria llena de pertinencia.
------------------------------
Comparto la presentación que realicé el jueves de la semana pasada en la 1era Conferencia Iberoamericana de Bibliotecas Nacionales Digitales.