Los dos últimos días he estado por razones de trabajo en el sur de Chile, viajando en vehículo arrendado. Y en forma permanente me he enfrentado a la pregunta: ¿que dirección tomo? Y no porque me haya encontrado en una inmensa zona deshabitada, en medio de un vasto territorio y recorriendo caminos de tierra guiado por las estrellas o los accidentes geográficos. No. He estado atravesando ciudades y pueblos, zonas densamente habitadas, conduciendo por carreteras y autopistas de gran nivel. Pero aún así, en repetidas oportunidades me he preguntado: ¿qué dirección tomo? Cumplo con indicar que en más de alguna ocasión la respuesta ha sido la equivocada, debiendo rehacer el camino y retomar la ruta correcta.
No diré el nombre de la ciudad, porque en mis años viajando por Chile me he dado cuenta de que este problema nos atraviesa -literalmente- de norte a sur. Para efectos de esta narración, que cada cual le ponga el nombre que quiera: yo hablaré de la Ciudad V.
Ayer, saliendo del aeropuerto de la Ciudad V, al empalmar la vía de salida con la carretera, ninguna señal indicaba hacia donde quedaba la Ciudad V, y mucho menos como podía conectar con la Autopista P, la que debía tomar para llegar al Pueblo R. Apostando a cierta lógica geográfica, opté por una de las dos direcciones posibles, decisión acertada por lo que pude comprobar al llamar a una persona de mi equipo y pedirle por teléfono cierta orientación. Le consulté cómo podía llegar a la Autopista P desde donde me encontraba y me indicó que para evitar entrar a la Ciudad V, al llegar al cruce con el desvio al Pueblo M, tomara a la izquierda. Así llegaría en forma más expedita a la Autopista P y de ahí al Pueblo R.
Sin embargo, al avanzar nunca encontré una señal que indicara ni el desvio ni tampoco mencionara al Pueblo M, por lo que sin mediar aviso me encontré dentro de la Ciudad V (ahora reparo además que tampoco ví en este caso los típicos letreros de bienvenida a las ciudades). Para mi desgracia, la Ciudad V tiene cierta forma circular, lo que unido a su escasa o nula señalética, me llevó a recorrerla en buena parte de su extensión, creyendo que estaba rumbo a la conexión con la Autopista P. Resultado: cuando las sospechas eran evidentes, recurrimos (hablo en primera persona del plural porque viajaba con mi jefa, y ella era quien asumía a veces la función de navegante) al viejo truco de preguntarle a un lugareño. Treinta segundos después estaba rehaciendo el camino en sentido opuesto, quedando el lugareño con una segura expresión en su rostro: "¿Cómo se pudieron perder con lo fácil que es moverse en la Ciudad V?".
No me extenderé mucho más. Sólo indicar que en el Pueblo R tampoco eran esperables señales ("¡pero si en el Pueblo R todos nos conocemos y sabemos donde está todo!") y que varias horas más tarde, al regresar a la Ciudad V, volvimos a gozar de la circularidad de la ciudad, su falta de señales de orientación y, sobre todo, de la noche, la lluvia y las ganas de cenar.
¿Cuál es el sentido de toda esta historia? Pues que en los detalles está, en nuestro caso, la explicación de por qué fallamos en muchas cosas. Y en esta oportunidad, se me hizo evidente de que el tremendo potencial turístico de la Ciudad V y su territorio circundante se ve afectado por algo tan sencillo como la ausencia de señales en carreteras y dentro de la urbe que ayuden a los turistas a orientarse.
Invertimos grandes sumas en campañas de imagen país. Analizamos como desarrollar en diferentes grupos objetivos Chile como destino, en especial entre los grupos de alto estándar, turistas que están dispuestos a pagar por llegar a uno de los países más alejados de todo el mundo. Nos abrimos al mundo a punta de tratados bilaterales, trilaterales y multilaterales, y mostramos con cierto y contradictorio chovinismo nuestro logro: somos el país que tiene más tratados de libre comercio en el mundo. Y, por cierto, marcamos en forma permanente nuestras diferencias con nuestros vecinos: "no somos como ellos, por favor tengan presente el dato".
Pero si un canadiense saliera hoy del aeropuerto de Ciudad V manejando un vehículo de arriendo, le sería imposible llegar al Pueblo R. Toda nuestra apertura al mundo, toda nuestra estrategia turística colapsaría bajo un simple detalle: ninguno letrero caminero lo orientaría. Y asumiendo que nuestro amigo canadiense no hablara castellano, la posibilidad de recurrir al truco del lugareño queda excluida en forma inmediata (asumiendo también que la probabilidades de que el lugareño hable inglés son aún más remotas). Para su mayor desgracia, la empresa de arriendo de vehículos tampoco le habría proporcionado mapas carreteros, ni hubiera podido comprarlos en el aeropuerto de Ciudad V.
He tenido la fortuna de viajar mucho y por muy diversos lugares desde que pequeño, pero pocas veces me he sentido más desorientado que en Ciudad V o viajando entre su aeropuerto y el Pueblo R. Afortunamente no padezco de cretinismo topográfico, severo mal que afecta a muchas personas -algunas de gran inteligencia en otros ámbitos- que enfrentadas a los puntos cardinales parecen párvulos. Por eso, en general -y estos días no fueron una excepción- salgo bien parado de estos ejercicios de turismo aventura, pero no puedo dejar de reparar en lo ya dicho: la estrategia nos falla en los detalles.
Si, los benditos y simples detalles. Como en el caso del ciclista chileno que hace unos días en Beijing se arrancó del pelotón: más de tres horas de escapada, acaparando las pantallas del mundo entero, pero que abandonó poco después de ser absorbido por el grupo y no llegó a la meta, exhausto por una estrategia equivocada. O como en Si vas para Chile, donde las orientaciones dadas al amigo (a ese que se lo quiere cuando es forastero) son el nombre del pueblo, los cerros, el cielo y un estero. Estoy seguro que el forastero nunca llegó a entregarle a la amada el mensaje del amado: se debe haber perdido en el camino. Chile, all ways surprising!
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