La historia es conocida (aunque quizá poco comprendida) y los capítulos los estamos presenciando uno a uno por estos días.
Wikileaks, sitio que llevaba desde 2006 desclasificando archivos secretos de distintos estados, liberó el 28 de noviembre 250.000 cables confidenciales del gobierno de Estados Unidos, comunicaciones entre sus embajadas en distintos países y el Departamento de Estado. En forma inmediata, sus servidores, alojados por una empresa sueca, empezaron a sufrir ataques de denegación de servicio (DDoS). Para mantener sus operaciones, Wikileaks optó el mismo domingo por migrar sus contenidos al servicio en la nube de Amazon, pero en menos de 48 horas la empresa norteamericana decidió dejar de prestarle el servicio, en una medida aún sin explicación. Hoy 3 de diciembre,Wikileaks informó que su proveedor de DNS también le canceló el servicio, por temor ante los permanentes ataques informáticos que estaba recibiendo y que ponían en peligro el funcionamiento de otros 550.000 sitios web. También hoy hemos sabido que la nueva dirección IP que usará Wikileaks pertenece al Partido Pirata suizo, organización que ha decidido apoyar al sitio liderado por Julian Assange, apoyada en la tradición de neutralidad helvética.
Esta, que parece la trama de un relato que debiera interesar sólo a informáticos, politólogos y novelistas, es en realidad algo que debiera preocuparnos a todos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que está en juego en esta historia?
Creo que todo Estado tiene el derecho (y el deber) de mantener absoluta reserva sobre cierto tipo de información destinada a defender la vida y seguridad de sus habitantes. No vivimos en un mundo libre de amenazas y es legítimo que aquellas instituciones llamadas a protegernos, mantengan el secreto sobre temas que al ser expuestos al escrutinio público puedan minimizar o anular la efectividad de las defensas antes esas amenazas.
Pero los estados han abusado históricamente del secreto. Independiente de su color político o del régimen bajo el cual los países se gobiernan, la confidencialidad ha extendido su manto sobre temas que, en muchos casos, no lo requerían. Basta revisar parte de los cables que en esta filtración de Wikileaks se han conocido, para entender que en muchos casos es difícil comprender porque fueron clasificados, así como quedó en evidencia que los protocolos de seguridad norteamericanos son bastantes débiles. Como escribió Max Frankel, protagonista de la filtración hace 40 años de los Pentagon Papers, “los secretos compartidos con millones no son secretos”.
Ese uso abusivo del secreto es, precisamente, el que ha permitido a los estados (incluso los que tienen las mayores credenciales democráticas), montar o colaborar en operaciones que han afectado a ciudadanos indefensos a lo largo del mundo. Usar como principal argumento de defensa que el secreto por razones de Estado defiende vidas de personas, es ignorar la tenue frontera que separa al Estado que representa y defiende a sus ciudadanos del Estado que actúa contra sus ciudadanos y cuya única lógica de operación es la de su propia subsistencia.
El Estado como estructura es público por concepción: público en el sentido que su razón de ser es servir a los intereses de todos los ciudadanos que representa; pero también público porque sus actos deben ser permanentemente fiscalizables y fiscalizados por esos ciudadanos. Los estados no tienen derecho a la privacidad, que es un derecho que sí deben garantizarle a las personas. Afirmar lo contrario es aceptar explícitamente que el Estado puede, a su propio arbitrio y desde esa esfera oscura que legitimaríamos, afectar nuestras libertades básicas.
Salvador Millaleo recordaba hace unos días un principio de la filosofía kantiana muy útil para analizar este caso: “Todas las acciones referidas al derecho de otros seres humanos cuyos principios no soportan ser publicados son injustas”. Si una información filtrada por Wikileaks, como fue hace un tiempo el video que mostraba el ataque de unos helicópteros norteamericanos a civiles iraquíes, no logra superar el examen público, es porque nos muestra una acción intrínsecamente injusta. Claro, el daño de aquella matanza fue mucho más evidente que el potencial dolor que puedan generar algunos juicios de diplomáticos norteamericanos sobre líderes de otros países, pero la lógica es la misma. Personas en posiciones de poder que actúan sobre otros que están con menor poder. A unos los llevó a apretar un gatillo, a otros a emitir un juicio de valor y enviarlo por cable. Ambas acciones al servicio del poder de unos en desmedro de otros.
En esto reside, a mi juicio, el gran valor de Wikileaks: la filtración destinada a subvertir un orden que sabemos ha abusado del secreto y la desigual distribución de la información como arma de perpetuación. La transparencia no es un fin en sí misma, pero en la construcción de sociedades más democráticas, la transparencia (o la potencial amenaza que deben sentir los grupos de poder de que su proceder puede ser expuesto) es un medio imprescindible para el control y fiscalización que debe ejercer la ciudadanía sobre sus autoridades.
Todo el episodio de Wikileaks nos está entregando lecciones fundamentales para la democracia, así como de lo frágil que es la metáfora de Internet como espacio igualitario. Sin embargo, cuando uno hace una evaluación muy general y preliminar de la importancia que el común de las personas le entrega a este tema, constata que ésta pareciera la crónica de un conflicto ajeno, que afecta a gobiernos y personas que si no fuera porque brevemente los vemos en los noticiarios centrales o algunas páginas de los diarios, podríamos ignorarlos. Pero este conflicto está en nuestro entorno, afectándolo, modificándolo, incidiendo en él y en algunos de los aspectos esenciales de nuestras vidas presentes y futuras. Porque cuando a Wikileaks le niegan la posibilidad de existir y su contenido se convierte en un vagabundo digital a la búsqueda de un espacio neutral, lo que está puesto en entredicho es la libertad de expresión y el derecho a la información de todos nosotros, lo que se cuestiona es el irrenunciable derecho de todo ciudadano a saber que hace o pueda estar haciendo su Estado en contra de otras persona e incluso en contra de él mismo.
Hoy Juan Freire lo expresó certeramente en su Twitter: con lo sucedido con Wikileaks, ya todos vivimos en China. Esta es la paradoja que por estos días estoy, no sin desazón, comprobando: Wikileaks es, para muchos, un lejano conflicto pero que en realidad está ocurriendo en su patio trasero y está limitando de hecho algunas de las libertades civiles esenciales para los que creemos en la democracia. No sólo estamos a merced del poder omnímodo de los estados, sino que a muchos pareciera no incomodarles.
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