En enero pasado leí Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, del italiano Alessandro Baricco. Un ensayo impactante, por su capacidad de atisbar un nuevo mundo. Ahora Baricco nos entrega esta secuela, publicada este mes por la versión italiana de la revista Wired. Con la colaboración de una traduttrice, que ha deseado permanecer en el anonimato, comparto esta versión en castellano. El original tiene sus derechos reservados pero Baricco, un bárbaro como yo, sabrá perdonarme (y eventualmente defender ante algunos vetustos intereses corporativos). Disfruten.
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Alessandro Baricco, 52 años. En el 2006 escribió Los bárbaros. Para Wired ha escrito un secuela de aquel ensayo.
Crean o no, este artículo lo escribí en Julio del 2026, es decir, dentro de dieciseis años. Digamos que me adelanté un poco con el trabajo. ¡Tómenselo así!
He aquí el artículo.
A veces se escriben libros que son como duelos: una vez que acabó el tiroteo miras para ver quien quedó en pie. Y si no eres tú, has perdido. Hace veinte años, cuando escribí Los bárbaros, miré a mi alrededor y estaban todos allí, en pie. Tenía todo el aspecto de una derrota, pero la cosa no me cuadraba. Entonces me senté y esperé. El juego consistía en verlos caer uno a uno, tardíos pero secos. Se necesita solamente paciencia. Algunas veces agonizan muy elegantemente. Algunos se desmoronan de un solo golpe. No la tomaría como una victoria, es probable que caigan por extenuación y no por mis proyéctiles: pero ciertamente, como consolación parcial, diría que no había apuntado mal.
El último que vi caer, con gran lentitud y dignidad, después de haber vacilado por largo tiempo, me emocionó, porque lo conocía bien. Creo que en el pasado trabajé para él (con pistolas cargadas de palabras, como siempre). Más que uno, es una: la profundidad. El concepto de profundidad, la práctica de la profundidad, la pasión por la profundidad. Quizás alguno los recuerda. En los tiempos de Los bárbaros, eran todavía animales que estaban en buena forma. Los alimentaba el obstinado convencimiento que el sentido de las cosas fuese colocado en una celda secreta, al amparo de las evidencias más fáciles, conservado en el congelador de una remota oscuridad, accesible solo a la paciencia, al cansancio y la obstinada investigación. Las cosas eran árboles – se sondeaban las raíces. Se remontaba el tiempo, se excavaba en los significados, se dejaban sedimentar los indicios. Hasta en los sentimientos se aspiraba a aquellos profundos, y la misma belleza se la quería profunda, como los libros, los gestos, los traumas, los recuerdos y a veces las miradas. Era un viaje y su meta se llamaba profundidad. La recompensa era el sentido, que también se llamaba último sentido, y nos concedía la redondez de una frase a la cual, años atrás creo haber sacrificado una enorme cantidad de tiempo y luz: el sentido último y profundo de las cosas.
No sé exactamente cuando, pero llegado a un cierto punto, este modo de ver las cosas, empezó a parecernos no apto. No falso: sino no apto. El hecho es que el sentido que se nos entregó de la profundidad se revelaba a menudo inútil, y a veces inclusive dañoso. Así como en una especie de tímido preludio, nos ocurrió poner en duda si realmente existía un “sentido último y profundo de las cosas”. De forma provisoria, nos orientamos por definiciones suaves que parecían reflejar mejor la realidad de los hechos. Por ejemplo, que el sentido en una definición fuese un ir y venir que nunca se puede fijar, nos pareció un buen compromiso. Pero hoy, creo que se puede simplemente decir que no nos atrevíamos lo suficiente, y que el error no era tanto creer en el último sentido, sino relegarlo en profundidad. Aquello que buscábamos existía, pero no donde pensábamos. No estaba allí por una razón desconcertante. La mutación que ha sucedido en los últimos treinta años nos tiró en cara y emanando uno de sus veredictos más fascinantes y dolorosos: la profundidad no existe, es una ilusión óptica. Es la infantil traducción en términos espaciales y morales de un deseo legítimo: colocar lo más precioso que tenemos (el sentido) en un lugar estable, al resguardo de contingencias, accesible sólo a miradas seleccionadas, alcanzable solo a través de un camino selectivo. Así nacen los tesoros. Pero escondiéndolo creamos un El Dorado del espíritu, la profundidad, que en realidad parece que nunca hubiera existido y que a la larga será recordado como una de las útiles mentiras que los humanos se contaron. Un poco chocante, no es santo.
De hecho, uno de los traumas a los que la mutación nos ha sometido es precisamente el encontrarnos viviendo un mundo privado de la dimensión a la cual estábamos acostumbrados, aquella de la profundidad. Recuerdo que en un primer momento, las mentes más precavidas habían interpretado esta curiosa condición como un síntoma de decadencia: registraban, sin culpa, la desaparición imprevista de una buena mitad del mundo que conocían: sobre todo, aquella que realmente contaba, que contenía el tesoro. De aquí la inclinación instintiva a interpretar los eventos con términos apocalípticos: la invasión de una horda barbárica que al no disponer del concepto de profundidad estaba (re)disponiendo el mundo en una única y residual dimensión de la que era capaz, la superficialidad. Con la consecuente y desastrosa dispersión de sentido, de belleza, de significados – de vida. No era una forma idiota de leer las cosas, pero ahora sabemos con una cierta exactitud que era una forma miope: cambiaba la abolición de la profundidad por la abolición del sentido. Pero en realidad lo que estaba ocurriendo, entre miles de dificultades e incertidumbres, era que abolía la profundidad, el sentido se estaba trasladando a vivir la superficie de las evidencias de las cosas. No desaparecía, se movía. La reinvención de la superficialidad como lugar del sentido es una de las empresas que hemos cumplido: un trabajito de artesanía espiritual que pasará a la historia.
Sobre el papel (en teoría) los riesgos eran enormes. Pero es necesario recordar que la superficie es el lugar de la estupidez sólo para quien cree en la profundidad como lugar del sentido. Después que los bárbaros (es decir nosotros) desenmascararon esta creencia, conectar automáticamente superficie e insignificancia se ha vuelto un reflejo mecánico que traiciona un cierto tipo de imbecilidad. Donde muchos veían una rendición ante la superficialidad, otros muchos intuyeron un escenario bien distinto: el tesoro del sentido que era relegado en una cripta secreta y reservada, ahora se distribuía sobre la superficie del mundo, donde la posibilidad de recomponerlo no coincidía con una bajada ascética (de la teología ascética) al subsuelo, manejada por una elite de sacerdotes, sino de una habilidad colectiva en registrar y conectar tejidos de la realidad. Después de todo, no suena tan mal. Sobre todo parece más idóneo a nuestras habilidades y a nuestros deseos. Para las personas incapaces de estar quietas y concentrarse, pero que a cambio son veloces en su movimiento y en conectar fragmentos, el campo abierto de la superficie parece la sede ideal donde jugarse el partido de la vida: ¿por qué deberíamos jugárnoslo y perderlo en aquellas galerías del subsuelo que se obstinaban a enseñarnos en el colegio?
Así no parece que hemos renunciado a un sentido noble y alto de las cosas: sino hemos comenzado a perseguirlo con una técnica distinta, es decir, moviéndonos en la superficie del mundo con una velocidad y un talento que los humanos nunca antes habían conocido. Nos hemos orientado a formar figuras de sentido, poniendo en la constelación puntos de la realidad a través de los cuales pasamos con inédita agilidad y ligereza. La imagen del mundo que los medios nos devuelven, la geografía de ideales que la política nos propone, la idea que el mundo digital nos pone a disposición no tienen sombra de profundidad: son colecciones de evidencias sutiles, hasta frágiles, que nosotros organizamos en figuras de una cierta potencia. Las usamos para entender el mundo. Perdemos capacidad de concentración, no somos capaces de llevar a cabo un gesto a la vez, elegimos siempre la velocidad en perjuicio de la profundización. El cruce de estos defectos genera una técnica de la percepción de la realidad que busca de forma sistemática la simultaneidad y superposición de los estímulos: es aquello que nosotros llamamos experimentar. En los libros, en la música, en aquello que llamamos bello mirándolo o escuchándolo, reconocemos siempre con más asiduidad la habilidad de pronunciar la emoción del mundo simplemente iluminándola y no llevándola a la luz: es la estética que nos gusta cultivar, aquella en la que cualquier límite entre arte y arte bajo está desapareciendo, al no existir más un bajo y un alto, sino sólo luz y oscuridad, miradas y ceguera. Viajamos velozmente y parándonos poco, escuchamos fragmentos y nunca todo, escribimos en los teléfonos, no nos casamos para siempre, vemos el cine, sin entrar en la sala de cine, escuchamos lecturas en la red en lugar de leer los libros, hacemos lentas colas para comer fast food, y todo este ir y venir sin raíces y sin peso genera a pesar de todo una vida que nos debe parecer extremadamente sensata si con tanta urgencia y pasión nos preocupamos como nunca antes había ocurrido en la historia del género humano, de salvar el planeta, de cultivar la paz, de preservar los monumentos, de conservar la memoria, de alargar la vida, de tutelar a los más débiles, y de defender el Lardo di Collonata (*). En tiempos que nos agrada imaginar civiles, quemaban las bibliotecas o las brujas, usaban el Partenón como depósito de explosivos, aplastaban vidas como moscas en la locura de las guerras y barrían pueblos enteros para hacerse un poco de espacio. Eran a menudo personas que adoraban la profundidad.
La superficie es todo, y en ella está escrito el sentido. Mejor dicho: en ella somos capaces de trazar un sentido. Y desde que hemos madurado esta habilidad, es casi con un cierta dificultad que sufrimos los inevitables sobresaltos del mito de la profundidad: mas allá de cualquier medida razonable soportamos las ideologías, los integralismos, cualquier arte demasiado alto y serio, cualquiera descarada pronunciación de absoluto. Probablemente no tenemos razón, pero son cosas que recordamos saldadas en profundidad con razones y sacerdocios indiscutibles, pero que ahora sabemos que están fundadas en la nada, y estamos todavía ofendidos – quizás asustados. Por este motivo hoy suena kitsch cualquier simulación de profundidad y en el fondo sutilmente barata cualquier concesión a la nostalgia. La profundidad parece haberse transformado en una mercancía de desecho para los ancianos, los menos precavidos y los más pobres.
Veinte años atrás, habría tenido miedo de escribir frases de este tipo. Me era perfectamente claro que estábamos jugando con fuego. Sabía que los riesgos eran enormes y que en una mutación semejante nos jugábamos un inmenso patrimonio. Escribí Los bárbaros, pero mientras tanto sabía que el desenmascarar la profundidad podía generar el dominio de lo insignificante. Y sabía que la reinvención de la superficialidad generaba a menudo el efecto no deseado de desaduanar por un malentendido la estupidez pura o la rídicula simulación de un pensamiento profundo. Pero al final, lo que sucedió fue solamente el fruto de nuestra elección, del talento, de la velocidad de nuestras inteligencias. La mutación ha generado comportamientos, cristalizado contraseñas, redistribuido los privilegios: ahora sé que en todo ello sobrevivió la promesa del sentido, que a su forma el mito de la profundidad transmitía. Seguramente que entre aquellos que fueron más listos para entender y gestionar la mutación, hay muchos que no conocen esa promesa, ni son capaces de imaginarla y tampoco están interesados en transmitirla. De ellos estamos recibiendo un mundo brillante sin futuro. Pero como siempre ha sucedido, también la cultura de la promesa obstinada y talentosa ha sido capaz de usurpar el desinterés de muchos, la desviación de la esperanza, de la confianza, de la ambición. No creo que sea un necio optimismo registrar el hecho que hoy, en el 2026, una cultura de este género existe, parece más que sólida y a menudo presidia las cabinas de comando de la mutación. De estos bárbaros estamos recibiendo una paginación del mundo adaptada a los ojos que tenemos, un diseño mental apropiado a nuestros cerebros, y un impresión de la esperanza a la altura de nuestros corazones, tanto por decirlo de una forma. Se mueven en bandadas, guiados de un revolucionario instinto hacia creaciones colectivas y sobrepersonales, y por esto me recuerdan las multitudes sin nombre de los copistas medievales: en su extraño modo, están copiando la gran biblioteca en la lengua que es nuestra. Es un trabajo delicado y destinado a coleccionar errores. Pero es el único modo que conocemos para entregar en herencia a quien vendrá, no sólo el pasado, sino también el futuro.
(*) Nota de la traductora: especie de tocino de una parte de Italia. La mención alude a las denominaciones de origen.
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