Internet está generando sus propias exclusiones. Bajo el
slogan del potencial democratizador que la Red tiene para aquellas sociedades
que avanzan en la masificación del acceso a ella, se esconden diversas formas
de segregación. Estos procesos de exclusión son paradójicos, porque se dan en
contextos en los cuales aumentan los porcentajes de penetración de Internet y
la adopción de usos cotidianos de tecnología se extiende incluso hacia los
grupos más desfavorecidos.
En The
Deepening Divide, Jan van Dijk analizó estos procesos en países con
altas tasas de penetración. Así, comparando las cifras de Holanda y Estados Unidos
hacia mediados de la década pasada, países que en aquellos momentos tenían ya a
la inmensa mayoría de sus habitantes conectados a Internet, llegó a la
conclusión que aquellos grupos que más tempranamente adoptaban las innovaciones
tecnológicas, obtenían mayor provecho de éstas y aumentaban su distancia en
diversos indicadores de calidad de vida respecto de aquellos grupos que las
adoptaban más tardíamente. Es decir, aumentaban las tasas de usuarios, pero también
aumentaban las brechas entre quienes estaban conectados.
En Chile, el número de usuarios de Internet crece. Si bien seguimos estando entre los
países con mayor penetración en América Latina, comienzan a aparecer algunas
señales que indican que estaríamos llegando a cierta meseta, mientras otros
países de la región están creciendo a tasas más altas (aunque aún con
menores niveles de penetración).
¿Cuáles son las razones principales que hoy impiden a una
persona no ser usuaria de Internet en Chile? Frente a quienes apuntan que es el
acceso de infraestructura (computadores y conectividad), la
versión 2011 del estudio WIP-Chile, elaborado por la Universidad Católica y
centrado en una muestra de habitantes del Gran Santiago, mostró que la
principal razón esgrimida por los no-usuarios es no saber usar Internet y confundirse
con la tecnología (35%), seguida por la falta de interés y no encontrarle
utilidad (22%). Al revisar la tendencia, se comprueba que entre 2006 y 2010, la
falta de conocimiento o la dificultad para usar la tecnología casi se ha doblado,
pasando del 20 al 35% (mientras en las otras respuestas, salvo la falta de
tiempo, los porcentajes han caído o se han mantenido estables).
El mismo estudio estableció además que en el grupo entre 35
y 44 años se cruzan las dos líneas: por debajo de esa edad, son más los
usuarios que los no usuarios, y por encima abundan más los no usuarios. El 71%
de las personas entre 45 y 54 años se declararon no usuarios de Internet,
mientras en el grupo entre 55 y 64 la cifra llegó a un 81%.
Estas cifras podríamos entenderlas como normales, expresión
lógica del desencuentro generacional entre aquellos que nacieron o alcanzaron a
educarse en un mundo de computadores personales e Internet, y aquellos que no.
Si fuéramos un país con una pirámide poblacional de base muy amplia, podríamos
incluso afirmar que es cosa de tiempo hasta que desaparezcan estas brechas. Sin
embargo, Chile
es un país de envejecimiento avanzado y de mantenerse las tendencias
actuales, en
el año 2025 por cada 100 adultos mayores existirán 100 menores de 15 años.
En otras palabras, es posible proyectar que muchas de las personas que hoy no
son usuarias de Internet en Chile sigan viviendo por un largo tiempo y, salvo que se
realizan acciones en ese sentido, seguirán encontrando las mismas barreras de
acceso que hoy tienen para dar el salto.
El acceso a tecnología (a Internet, en particular) está
reconfigurando nuestras sociedades. La vieja lógica del control de los medios
de producción como fuente de la riqueza y de ubicación en la escala social se
mantiene. Pero en la actualidad estamos ante una transición respecto de cuáles
son los medios de producción que generan poder. Si en la sociedad industrial
eran los medios de producción de bienes, hoy cada vez más son los medios tecnológicos
de producción de información los que generan riqueza. Quienes tienen acceso, se
apropian de ellos y les dan usos estratégicos, logran mejorar su participación en
la sociedad (según
el modelo de van Dijk).
Ante este escenario, cabe preguntar en qué se encuentran los
programas de alfabetización digital en el país. Durante la década pasada, un
amplio abanico de iniciativas públicas y privadas pusieron su foco en el
desarrollo sostenido de programas de competencias digitales básicas en aquellos
grupos etarios o socioeconómicos que no eran cubiertos por el sistema
educacional. Más de un millón de personas pasaron por estos programas,
implementados principalmente a través de las escuelas abiertas a la comunidad,
las bibliotecas públicas y las redes de telecentros comunitarios. Pero a partir
de cierto momento, de la mano de la despriorización de las políticas públicas
ligadas al desarrollo digital, la alfabetización digital cayó en el olvido. Implícitamente
se asumió que las brechas se cerrarían solas o por la inercia de las
iniciativas que lograron sostenerse en el tiempo.
Las cifras antes mencionadas debieran, a lo menos, hacer revisar
estas presunciones. Si nuestra sociedad envejece y la calidad de vida de los
adultos mayores va adquiriendo, como debiera ocurrir, cada vez más importancia
en las políticas públicas, una dimensión sustancial de esas nuevas prioridades
pasa por cómo hacemos que ese grupo etario desarrolle procesos de apropiación de
la tecnología y usos estratégicos de ésta.
Sin duda, ello implica pensar una estrategia más compleja,
que parta de la alfabetización digital, pero incorpore otras alfabetizaciones
(informacionales, mediales, etc). No se trata de fomentar el cliché de “los
abuelitos que pueden mandarle un correo a sus nietos” (aunque esa motivación no es menor en muchas personas). Se trata de adultos mayores
ejerciendo su ciudadanía en plenitud, participando activamente en la construcción
de la opinión pública a través de los medios sociales; que logren maximizar su
relación con el Estado en línea, ejerciendo sus derechos y deberes a través de
plataformas en línea; que puedan encontrar en Internet una fuente de trabajo,
de desarrollo personal y de formación de comunidades con personas con intereses
y necesidades similares.
Internet, los medios sociales, parecen un reducto de los
jóvenes y de unos pocos inmigrantes digitales. Pero en Chile, un país que
envejece, romper esa imagen debiera ser un objetivo de política pública. De no
ocurrir, hoy estamos dando forma a los grandes grupos de marginados de las
próximas décadas.